martes, 19 de octubre de 2010

Lo acepto, soy un antisocial. No he encontrado mayor placer en la vida que el caminar solo, en la noche, con un tabaco en la mano, por calles angostas rodeado de árboles e imaginando una historia siniestra por cada casa vieja que se alza y sobrevive detrás de blancos muros; o rodearme de personas tan silenciosas y enigmáticas como abismos.

Las calles son similares a laberintos oscuros que se dejan invadir de luz dorada en cada esquina, laberintos de sombras donde es imposible distinguir el tenue límite entre la realidad y la ficción. Los arboles son titanes de hojas verdes, de silencio agua nocturna. No dicen nada y está bien.

Llego a un cine, me siento a fumar y el primer abismo, único e irreverente, con un vaso de vodk se acerca a conversar. De la nada, de todo, del último asesinato que sorprende pero no conmueve a la ciudad.

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