En un polo están los blancos jóvenes
de sonrisas radiantes y ropas multicolores, extasiados al margen y sobre la
vida, viviendo el sueño entre imponentes rascacielos de vidrio y acero,
confundidos tras el hedor etílico y la vaga promesa de inmortalidad inmediata
que brilla tras las pantallas. Del otro lado, en un polo opuesto, hay un mundo en
ruinas, un límite, inicio y base
fabricada con los hijos de la tierra, con campesinos de mirada dura y habla
parda, que no viven el sueño pero ayudan a fabricarlo, que no tienen tiempo
para el éxtasis de la gran aventura de la vida, que a duras penas alzan sus
ojos del arado, aquellos ausentes hombres y sus familias cansinas que caminan
en medio de su felicidad anacrónica, rodeados por casas hechas de tapia y
rutina. Llamar a esto equilibrio sería una infamia.