Los ojos de una mujer indígena me observan, desde una esquina, sobre unos cajones de madera destrozada. Su trenzado cabello es oscuro y su enigmática mirada una denuncia. Ella, tan anacrónica, casi un espectro del smog citadino, es una figura invisible que se pierde en el ruido. Las calles verticales, empedradas, se ríen; su risa es el sonido de las gotas de lluvia reventando contra los cristales. Observo a la mujer indígena alejarse, triste y sin voz, se va perdiendo entre los pasos y el bullicio de la horizontal calle que llora; su llanto es el rugir de los motores, la risa de los niños mestizos, multicolores.